Después de aquel fatídico 9 de agosto, cuando el ejército estadounidense lanzó la segunda bomba de capacidad atómica sobre Nagasaki —tres días después de la caída del ‘Little Boy’ sobre Hiroshima—, la necesidad más imperiosa de los sobrevivientes como Yasuaki Yamashita era caminar diariamente a las afueras de la ciudad hasta los campos, para cambiar su dinero, ropa, joyas y otros bienes materiales por comida.
Transcurridos 75 años de aquel evento, Yasuaki recuerda las pesadas caminatas diarias, junto a su madre y sus hermanas, por el devastado centro de Nagasaki: “Lleno de polvo en donde antes había edificios y comercios, y con figuras de color negro —los llamados ‘negativos’ o ‘sombras nucleares’— marcando los sitios en donde, al momento de la detonación, existieron fugazmente personas.
“La gente caminaba como fantasmas. Si yo dijera que existe el infierno, yo lo vi aquellos días, sin embargo, no es suficiente esa palabra. No existe un modo para describir ese horror, esa desolación”.
Yasuaki, quien en 1945 tenía seis años y vivía en las afueras de Nagasaki, solía jugar a diario con otros niños en una montaña cercana a su casa. Ese día, no obstante, se quedó al lado de su madre; hecho que le salvó la vida, pues los dos niños que sí fueron a buscar insectos al monte, fallecieron a los pocos días debido al golpe directo del viento nuclear.
Sus tres hermanos mayores habían sido llamados al frente militar y su padre trabajaba en los astilleros de Nagasaki, por lo que, aquel 9 de agosto, fueron sus hermanas mayores y un vecino quienes —recordó— le dijeron a su madre que “un avión misterioso” sobrevolaba la ciudad.
Tras presenciar, cerca del mediodía, lo que describió como “una luz muy fuerte, como si fueran mil relámpagos al mismo tiempo”, la decisión de su madre fue ocultarse junto con Yasuaki y sus tres hermanas en el refugio familiar —un pozo circular cavado en su patio—, desde el cual sobrevivieron al impacto.
Diez minutos después salieron a la luz. Una de sus hermanas tenía cortadas en la cabeza y su vivienda estaba maltrecha, por ello, decidieron ir al refugio comunitario.
Ya en el albergue, ubicado en una de esas colinas donde solía jugar, observó el desolado paisaje de su ciudad natal: Nagasaki estaba incendiada y en el refugio, “donde todos los vecinos estábamos hambrientos, heridos y sin doctores, solo nos quedamos callados, observando las llamas desde la distancia”.
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