Cuentan los vecinos que como sabían que lo iban a matar, cambió de idea. Lo de casarse en la iglesia del centro del pueblo no parecía una buena opción si le venían pisando los talones. Dejó como cebo un casino decorado para el convite, pero buscó otro templo lejos de Caborca. Todos en este municipio mexicano de 89.000 habitantes, última urbe del desierto de Sonora que comunica con Estados Unidos, creían que ese 22 de octubre, a las 19.30, se iba a casar en La Candelaria un chamaco apodado El Frank, jefe de sicarios del cartel local, con La Chinita, hija de los primeros en montar un restaurante de comida china en la zona. Pero a última hora cambiaron de parroquia y en su lugar se casaron, sin tanta publicidad, una maestra del pueblo, Aracely Martínez, con un ingeniero de Durango, Marco Antonio Rosales Contreras. Al salir de la ceremonia, un hombre de camisa de cuadros le disparó dos balazos en la cabeza y dos en el pecho a Rosales. Los gritos de la novia, con el vestido blanco empapado en la sangre de su esposo, fue el único estruendo que se escuchó esa noche en Caborca. La costumbre de los balazos suele enmudecer sus calles.
La Fiscalía de Sonora reconoció un día después que los tiros no iban contra Marco Antonio Rosales, como había insinuado horas antes el gobernador, Alfonso Durazo, en un intento por calmar los ánimos y repetir la máxima de que solo se matan “entre ellos”. Iban contra otro hombre, que se casó a la misma hora, a 130 kilómetros de ahí. Y el Gobierno lo calificó como un “error” y “ataque directo”, dos términos a los que las autoridades suelen recurrir para mandarle un mensaje confuso a la población de que si se mantienen alejados del narco, de los malos pasos, estarán a salvo. Pero la tragedia, una más, de Caborca, demostró lo que la mayoría de los ciudadanos del norte de México conocen bien: nadie escapa del terror de esta guerra.
Marco Antonio Rosales tenía 32 años, era ingeniero y trabajaba en una empresa en Guadalajara (Jalisco). Hasta allá pensaba mudarse con su esposa, Aracely Martínez, que había renunciado unos meses antes a su puesto de maestra en una escuela privada de Caborca, y decidieron casarse en el pueblo de la novia. Esa mañana, había viajado con sus padres y su hermana desde Durango, de donde son, para ocupar el lugar que el hombre, conocido como Frank, había dejado libre esa tarde en la parroquia de La Candelaria. Unos minutos después de cruzar el portón de la iglesia, fue acribillado. Su hermana recibió un balazo en la espalda, pero sobrevivió.
Lo que los gobernantes llaman error, en Caborca lo llaman desamparo. El Frank, cuentan dos veteranos reporteros del pueblo, es el jefe de sicarios del cartel que se alió con los hombres de Rafael —así llaman en la zona al Narco de Narcos, Rafael Caro Quintero—, líder histórico del cartel de Sinaloa que fundó en este rincón desértico de Sonora uno de los bastiones de su imperio criminal. El capo, detenido por última vez en julio de este año, logró en 2013 librarse de la cárcel tras una escandalosa decisión judicial cuando le quedaban todavía 12 años de condena por el asesinato de un agente de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) en los ochenta. Prófugo y con la sed de venganza estadounidense soplándole en la nuca, le declaró la guerra a los hijos de su anterior socio, Joaquín El Chapo Guzmán, que buscaban ampliar los territorios conquistados por su padre. Los Chapitos contra los hombres de Caro Quintero, agrupados por otro jefe, El Cara de Cochi, en una pugna feroz por el control de este territorio dedicado al trasiego de droga y tráfico de migrantes.
A las puertas de la iglesia llegó esa batalla el pasado fin de semana. Ese hombre agonizante, al que trataron de resucitar sus allegados con una reanimación cardio pulmonar mientras llegaba la ambulancia, no era El Frank, sino otra maldita confusión del cartel. Una vecina, testigo de las infructuosas maniobras para salvarle la vida, cuenta a este diario que la ambulancia tardó casi media hora en llegar. Hace días que las unidades han decidido no llegar tan pronto, porque a los paramédicos también les llueven a menudo los balazos.
Los pocos reporteros que cubren la zona habían publicado esa misma semana que el narco secuestró a seis personas en Caborca, de las que no se sabe su paradero y ejecutó a un empleado de una gasolinera. La ráfaga de balas es tan habitual que los que están más cerca del horror “no son capaces de dimensionarlo”, cuenta a este diario una reportera local que prefiere no dar su nombre. Después de años de amenazas, decidió no firmar una sola nota ni fotografía de la violencia. Aunque el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador presumió una leve disminución de los homicidios en 2021 a nivel nacional, que mantiene una tasa de casi 90 al día, en Sonora aumentaron en un 31% con respecto al año anterior, según las cifras del Instituto Nacional de Estadística.
En febrero de este año, más de 20 camionetas blindadas sitiaron el pueblo. Eran hombres de Los Chapitos. Su carta de presentación en esta guerra fue imponer el terror a su población con el poder de sus fusiles, secuestros aleatorios y fachadas agujereadas por la metralla. Los vecinos contaron a este diario cómo los sicarios se pasearon frente a las instalaciones del Ejército. Pero los balazos continuaron toda la madrugada sin que se presentara más uniforme que el de los sinaloenses. “No hubo una sola autoridad que saliera a enfrentarlo, se escondieron todas las corporaciones. Nos dejaron solos, nos abandonaron”, señalaba una vecina.
Mientras Rosales yacía moribundo en las escaleras de La Candelaria, a esa misma hora, otro hombre salía de otra iglesia presumiendo su matrimonio. El Frank y La Chinita habían esquivado la muerte a costa del ingeniero. Las fotos de la boda secreta las compartieron en sus redes sociales y todo el pueblo comprendió pronto qué había sucedido en el centro de Caborca. Una vecina cuenta que el hombre de la camisa de cuadros se alejó tranquilo caminando hacia el quiosco de la plaza. Ningún policía lo persiguió, pese a las súplicas de las mujeres de vestidos de fiesta. Casi una semana después, no hay un solo detenido por el homicidio. Para que haya una guerra entre criminales, debe haber también altas dosis de impunidad.
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